viernes, 15 de mayo de 2009

ROSA

Ustedes dirán que me falta un tornillo, o que soy un vicioso o un depravado.
Pero si Rosa me pidiera que me arrojase a la calle desde un balcón o desde lo alto de la azotea, lo haría sin dudarlo.
Por eso cuando me dice que no, que ya basta, que no somos niños, siento esta mezcla de rabia y desconsuelo; un sentimiento de injusticia, como si al despertar en un hospital descubriese que me han extirpado un riñón por error en lugar de cauterizarme un lunar.
Aunque no negaré que hay algo irracional en todo esto, Rosa es la esencia de mi felicidad o de mi tristeza, y no tengo más remedio que aceptarlo.

Nos criamos juntos desde los doce años, cuando mi padre y su madre se casaron en Santiago de Chile. Su madre era divorciada y la mía hacía cinco años que había muerto de un cáncer de útero. Siempre la he llamado mi hermana, aunque decir ‘no somos hermanos carnales’ se me hace insoportable.
Ahora no recuerdo bien si su cabello era más rubio cuando era niña o si tenía el aspecto rojizo que tiene ahora, pero la recuerdo muy tímida y delgada. Al principio la trataba como a la hermanastra incómoda que me habían impuesto, y procuraba evitarla. Me irritaba su apocamiento, esa forma de mirar al mundo como un perrillo asustado.

Pero descubrí quién era en realidad a los catorce años, una tarde en que nos quedamos solos. Había estado leyendo en mi cuarto y no sé por qué fui hasta la habitación de los viejos. Algún ruido me alertó, y me atrajo la puerta entreabierta por la que se escapaba una luz amortiguada. Tuve la precaución de caminar descalzo, procurando que no crujieran los tablones de madera. y
al asomarme vi a Rosa echada boca arriba sobre la cama, con los ojos cerrados. Llevaba puesto el camisón de satén de su madre y por el olor que salía de la habitación supe que había fumado; tenía su mano derecha hendida en la entrepierna, y el satén del camisón marcaba la curva de sus muslos, que parecían alargados como los de un insecto. Comenzó a mover la cintura rítmicamente, llevada por la marea de su propio placer, hasta abocar a una agitación que acabó en espasmos que la encorvaban. Después se quedó un rato sin moverse, con la palma de la mano izquierda sobre la frente. Al rato se incorporó, con las piernas cruzadas sobre la cama, y bebió a sorbos de una botella de Coca Cola fría que sudaba a la luz de la lámpara de la mesilla de noche.

Aquella imagen me provocó una embriaguez desconocida que me hizo tragar saliva; y sentir la rebelión de mi incipiente hombría creciéndome bajo la bragueta, junto a la urgencia animal por mitigarla. Sólo después comprendí que aquella fue mi primera excitación sexual frente a una mujer.
Desde ese día aquello se convirtió en una costumbre que se enraizó como la mala hierba. Yo la espiaba mientras se masturbaba y luego salía corriendo a masturbarme yo.

Tenía quince años cuando me llamó por primera vez. Abrió los ojos y me llamó a su lado, con la mano, como si yo fuera un camarero. -Ven, -me dijo, sin circunloquios, sin darme explicaciones ni pedirlas-.
Tuve la impresión de que siempre había sabido que yo era el testigo de su sexo solitario. Así que fui hasta ella con la sensación de caer en una trampa, y me tumbé en la cama, entre dócil y excitado. Sentí el mismo olor untuoso de piel perfumada que había en mi madrastra, pero me excitó más el sabor mezclado con nicotina de su saliva y la textura contráctil de su lengua.
No me atreví a penetrarla hasta varias semanas más tarde, en su cuarto.

Rosa nunca ha logrado quedarse embarazada, sé que no es fértil. Se casó una vez y ha vivido con otros hombres después de su divorcio, y mientras está con otro hombre no me busca. Pero sus relaciones son siempre breves y traumáticas. Al final, soy su tabla de salvación y se aferra a mí sin preguntarme si quiero volver a la rutina que me marcan sus fracasos.
Así que siempre terminamos acostándonos otra vez, hasta que el peso de la culpa nos hace buscar una salida y volvemos a pelearnos por razones absurdas. Alguna vez le dije que no volviera, pero ella se abraza a mí y llora.
Y cuando creo que esta vez se va a quedar, cuando finalmente creo que podemos encauzar nuestras vidas asumiendo que somos una pareja, ella se inventa una excusa. Sé que en esos casos hay otro hombre esperándola, y sé que lo hace para alejarse de mí.

Hoy me pidió que le diera un hijo, que fuéramos juntos a una clínica de fertilización. Cuando le dije que no, que nuestros padres no lo aceptarían, se ha marchado.
Juró que no volvería, pero estoy seguro de que volverá para pedirme de nuevo que vayamos a la clínica. Y yo aceptaré.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Antonio Vega


Gracias Antonio Vega por la poesía de tus canciones y por tu guitarra. Nos veremos en el recreo."Donde nos llevó la imaginación, donde con los ojos cerrados se divisan infinitos campos" El sitio de mi recreo Antonio Vega
Antonia Molinero