Al llegar a este Blog, de repente, me inunda una sensación extraña. Como de llegar tarde a una fiesta ya acabada.
Ese algo inefable de las sensaciones propias es la razón más poderosa que me impulsa a escribir. Escribo para poder describirlas, sí, pero también para comprenderlas.
Sucede algunas veces, por ejemplo, cuando al despertar de la siesta parezco asomarme a un mundo que se ha deshabitado, y cuyo único vestigio me aguarda en el aroma de alguien que ya no está junto a mí. El trajín de una mosca en la cocina es todo cuanto vive, y el reloj en la pared, que me remite a un tiempo pretérito y angosto.
Un humilde botijo de barro me devuelve el misterio oculto de la vida, la vida que es agua en busca del océano, y acaso sea solo entonces cuando de verdad despierto y adquiero conciencia de mí mismo.
Esos minutos que preceden al estado que describo, son mi viaje a una nostalgia que aún conserva la ceniza de sueños remotísimos, un pasillo entre dos mundos, un preludio a algo que no sucederá.
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