lunes, 22 de diciembre de 2008

Un cuento navideño

Margarita me tiene preocupada... No tengo hijas, pero sí una calathea, planta que adorna el interior de nuestra casa en un rincón preferente y que me tiene en vilo... La cuido, le hablo y la riego como merece su apariencia de ostentosa diva... Hasta he comprobado que también le gusta mi música... Ella expresa su vitalidad, supuestamente vegetal, con movimientos que al principio nos sorprendían a mi marido y a mí. Con la luz de día, sus catorce hojas, ovaladas páginas verdes de la talla DIN A4, se relajan y desentumecen con gesto sensual. Pero al atardecer empieza a alborotarse, y los folios, brillando de clorofila, se estiran hacia lo alto como si de una coqueta bailarina de flamenco se tratase. Llega la noche y ahí está, pletórica y desafiante con todas las hojas levantadas y exhibiendo el color morado de su envés, como falda al vuelo que no lleva, para lucir las piernas sexy que no tiene. También he notado que toda ella tiembla dulcemente ante una presencia masculina en la salita...
-¿Sabías que Galatea era la novia mitológica del cíclope Polifemo y que le puso los cuernos con un pastor siciliano?... Claro, que el pobre murió de una pedrada que le dio el encabronado gigante...
-No. Me suena más otra Galatea que Pigmalión esculpió en marfil y como le salió tan bella como Afrodita, se enamoró de la estatua y le pidió a la diosa Venus que le diera vida. Así se lo concedió y hasta tuvieron algunos hijos...
-De modo que a nuestra Margarita le va la marcha por razón de sus ancestros...
-Pues no pierdas de vista a la kentia que tenemos en el otro cuarto... ¡Menudo par de pendones!...
El otro día instalé el arbolito de Navidad. Un pequeño conífero que coloqué en el rincón que ocupaba la calathea, bien cargadito con adornos de colores, bolitas varias, muñecos y luces intermitentes de fibra óptica. A Margarita tuve que cambiarla de sitio, a unos dos metros del árbol.
La verdad es que el recién llegado parecía un pavo real en celo con toda su provocadora parafernalia desplegada al aire. Intuí que la hojas de Margarita comenzaron a acariciarse suavemente unas con otras como relamiéndose ante un inmediato festín. Me pareció que el arbolito temblaba asustado...
Durante un par de días, con motivo de un viaje, tuvimos que dejar la casa sola, cerradas puertas y ventanas y con todos los seguros puestos.
A nuestro regreso, la escena en la salita nos dejó abiertos de boca y con los ojos redondos del todo. El abeto estaba tendido en el suelo, medio destrozado, con todos los adornos sueltos y desparramados, muchas de sus hojitas se habían desprendido, incluso alguna rama estaba tronchada. Si hubiera tenido una cara, seguramente estaría con los ojos en blanco y la lengua fuera. Era la viva imagen de un "después" bien trabajado...
Y la otra... allí estaba. Margarita ocupando de nuevo el rincón que se le había usurpado. En pleno día y con todas las hojas iniestas en gesto de aplauso. El morado del anverso dominaba sobre el verde de la clorofila y aunque, como planta de interior, lo suyo es la penumbra, en ese momento radiante, la luz del ventanal iluminaba los girasoles que parecían ser sus hojas, bailando con suavidad y dando cara con expresión de alegría infinita.
Y la kentia... también se había movido... asomada en el umbral... cotilla pervertida...
La inútil regañina no pareció ser oída...
Saliste un poco golfa... Margarita... mi niña... Pero te quiero... Eres tan guapa...
No volveremos a dejarlos solos... ¡Feliz Navidad!...

jueves, 18 de diciembre de 2008

Árboles Cósmicos


Árboles Cósmicos
Antonia Molinero
Árboles Cósmicos que se abren desde el centro para proyectar el punto de vista dentro de un parasol multicolor, es un jardín, un lugar para la liberación. Un microcosmos para conquistar la inmortalidad, como ese Árbol del Mundo que se alza en medio del Universo como símbolo de la eterna comunicación entre el Cielo y la Tierra.
Me fijo en su virtuosa incrustación del color en la tela constituyendo un contorno atópico, centrípeto y centrífugo, disparatado, como explotado en su apertura continua hacia una exposición máxima. Juan Pedro Ayala no escatima ni una gota de pintura para que la mirada se te quede plena. Todo queda expuesto como las plantas que se abren al sol, como la hoja que se entrega a la luz. Un jardín atemporal para la contemplación y una aproximación precisa hacia lo sublime y lo bello.
En El jardín para Marián Juan Pedro Ayala comparte su pintura para regenerarse la sangre y para que no marchite nunca la flor que le brotó en la adolescencia. Un símbolo del amor donde nunca se mueren ni las flores, ni las manos, ni las ganas de explotar, ni de explorar para crear y recrear. Una construcción artística exuberante que se recrea en un regalo mítico para su amada que se posa como una mariposa exultante, ligera, plástica con sus manos escultura, con sus ojos serenos, su piel arcilla, su cara como flor, como hoja, como tallo y como luz para no olvidar que el Cielo está sólo un poco más arriba de esa copas sangrando colores como fuegos artificiales.
Árboles para llegar, como la escalera de Jacob, hasta las cimas, hasta lo más alto para ver si se ve algo, si se entiende desde arriba lo que a ras del suelo resulta imposible de asimilar. Juan Pedro Áyala se sube y dibuja, se baja y dibuja y busca un punto de vista y a veces, mira desde el epicentro y a veces, desde el hipocentro. Todo es según como se mire y el artista mira desde cualquier lugar porque en cualquier lugar está Ella.
Especulando con las copas abiertas que pinta Juan Pedro Ayala, pensando si se alejan o se acercan porque flotan en un jardín sin espacio dónde no hay tierra pero el árbol está repleto de colores. Veo que el amor queda.
Los colores se concretan sin limitarse. Un vergel en el aire para los árboles que hemos plantado y no agarran en suelo firme pero que están, porque las ilusiones embrionaron un día y el jardín está dispuesto para un paseo hacia algún lugar que soñamos.
Un jardín con árboles que se crean en círculos concéntricos como mandalas trazados a tramos de riego, de sacudida a veces, y otras, de rítmicas pinceladas movidas por una brisa dispersa que descoloca, pero que, a su vez, le ayuda a concentrarse para encontrar su propio Centro, su condición natural y artística. Ayala se expresa con rotundidad frente a la naturaleza auténtica de las cosas, a veces capturando la aflicción, al ser tan real y otras, trascendiendo la misma naturaleza y haciéndonos contemplar el Paraíso que se desea.
La anatomía de El jardín de Marián es la contemplación del todo, sí, hay detalles, pero hay una única imagen que se ramifica y significa en cada cuadro y hay una atmósfera de frescura, como una fruta dada la vuelta y muy expuesta, casi pornográfica por lo plenamente explícito de su majestuosa presencia: es el amor lo que se representa.
La contemplación del jardín nos prolonga el tiempo en el que quizás tengamos la posibilidad de recrearnos en las preguntas y tal vez, en las respuestas. La musa contempla generosa y mira desde el reflejo.
Hay una especie de construcción en la pincelada que hace suponer la rabia del trazo en la que se trenza la pérdida, en donde el dolor se obvia y se deja la cosa fresca, intacto el sentimiento, el amor flor, árbol y copa estrella, para que la niña de la Palmera sepa que el árbol se riega con trabajo y con genio.
Una obra trazada en su ejecución desde la minuciosidad automática porque Juan Pedro Ayala ya tiene asimilado el asunto, el sentido y se derrama en vivo, sin peros, confundiéndose con las ramas y dando el tono exacto al contexto. Un autor que jamás se deja convencer por limitados estados para el arte, que no se contamina de mediocridad, que no quiere, que no quiere, que le da igual y es ahí donde un artista se expresa y toca el alma, la fibra, o inflama la emoción. ¡Qué bonitos le quedan!
Árboles Cósmicos adornan el Jardín para Marián que se avivan en cada mirada, que se corrigen si se queman. Si se quedan mucho tiempo mirándolos, se meten en la retina para colorear la conciencia.
Ayala integra el gusto colectivo y paradójicamente libera la tensión al recrearse en su pintura porque asimilamos su concepto: son árboles que suenan con un ruido del cosmos, árboles para dar la vuelta al problema, Árboles Cósmicos como fruta expuesta y es esa exposición, la que aparece completando todo el lienzo para que no queden muchos huecos, ¡ya hay muchos! y muchas preguntas. En este jardín no se habla, no se reza, se respeta el silencio y la ausencia.
Los árboles del Jardín de Ayala se expresan integrales, finos, temperamentales, desnudos, dándose cierta importancia. Nunca son sencillos, ni pequeños. Son grandes para tocar el Cielo, para elevarse hasta el Universo y abstraerse de sí mismo, de su Centro y mirar más lejos, sin implicaciones geométricas, dándose a la contemplación de lo grande que se manifiesta en lo elevado, en lo sublime, en lo alto. Sin condicionamientos se aproxima desde lo grande a la idea cotidiana del Cielo, de lo que llena y completa. Un jardín hecho a golpes de paleta, de sueños desplegados en góticas mezclas.
El fenómeno es la vuelta hacia afuera de las copas llenas, como una bóveda celeste, un cielo lleno de estrellas, como un campo sembrado, como un grito abierto representa un espacio sagrado y confortable desde dónde contemplar la sutil belleza de su arte y proyectando así su amor hasta donde esté Ella.
Los cuadros originan un efecto regenerador que plaga, que carga, que prospera y revela que algo permanece, espera, gira y, no comprendo cómo, pero a veces parece que el cuadro vuela. El cuadro respira como si presionara la tela. Suministra vitalidad, energía y nos devuelve la capacidad de disfrutar con la majestuosidad de lo grande, de lo rico donde triunfa lo múltiple, lo que eclosiona y fluye. La acuidad del color de la Jacaranda púrpura se despliega con perfección en el tono y es ahí donde Ayala hace entender lo que es estético: Arte en asimilación perfecta con su gusto estético puro.
Con El jardín para Marián Juan Pedro Ayala se revela como un artista instructivo porque enseña a apreciar el color, la forma, el espacio y el tiempo y lo hace con un talento grosero por lo que llama la atención y por lo que gusta.
La tentación de tener un cuadro suyo se hace necesidad porque dejar que uno de sus Árboles complete la estancia supone que nadie se sentirá ajeno a la poética de su trazo. Los Flamboyanes, las Palmeras, las Jacarandas… se cuelan en la escena y toman posesión del espacio para que no exista la manera de cerrar los ojos.
Juan Pedro Ayala capta el tiempo en el que el árbol llega a tocar la luz y se queda suspendido en la memoria o en un tiempo sin tiempo, en una dimensión única del arte que representa lo que sólo la poesía puede decir. Un equilibrio invertido, una iniciación, un abrir la puerta al jardín y crear réplicas de Árboles que se exponen en un jardín sin espinos. Sólo fusiones divinas, iluminación, árboles con vestido exclusivo para el jardín de los sueños.
Juan Pedro Ayala nos obsequia con un jardín para Marián, un jardín asomándose a la eternidad en la que todos estamos dibujados. Árboles Cósmicos…

domingo, 14 de diciembre de 2008

El cuerpo vacío


Alguien que lleva toda la vida con el cuervo del suicidio sobre los hombros tiene que acabar irremediablemente muerto. Se lo debe a él mismo. Para ello necesita hacer sólido el tiempo y, tomando las riendas de su muerte, pararlo antes de lo que estaba establecido. Imagino que en esa decisión vital tan sólo se busca la calma salina de cuando uno flota en el mar y se queda el cuerpo vacío, como evaporándose. Imagino que todos los espejos del mundo se hacen opacos para unos ojos que no quieren seguir mirando. Imagino el desencanto de que inevitablemente el vello se vuelva de punta al revés clavándose en la piel. Imagino que antes del salto, las manos no tiemblan por el miedo al fin sino que tratan de huir de unos brazos que se saben ya perecederos. Buscar la libertad en la no vida es una opción como cualquier otra.

Nunca intentaría evitarlo o tratar de convencerle de que se trata de un error. No se trata de un error sino de una decisión, equivocada o no, no me corresponde a mí valorarlo. No puedo condenar a alguien a vivir, condenarle a que el iris se le vaya pudriendo poco a poco desde el exterior hasta el interior y que llegue un día que no se reconozca. Ni siquiera creo que pudiera con mis palabras cambiar el rumbo del pensamiento pues sería como ponerle adornos de navidad a un árbol cuyo tronco ha sido separado de la raíz.

Sin embargo no puedo evitar pensar en nosotros, en los que nos quedamos con la vida suspendida como levitando a un palmo del suelo. Con la cabeza llena de viento y paralizados porque al igual que no estamos preparados para pensar en el infinito, tampoco lo estamos para pensar que nunca más veremos a alguien. Y es que la muerte tiene un bulto que no se puede extirpar que es la pérdida, pérdida que unida a la rabia dará lugar a la decepción constante, o esa vergüenza bajita sobre lo amado.

Nadie debería tener tanto poder con sus decisiones sobre nuestras vidas. Tampoco nosotros deberíamos tener el poder de suplicar a alguien que viva por nosotros. Debemos hacer el acto supremo de generosidad y respetar por encima del dolor para sentarnos al borde del otro y entender. Sólo así estaremos en disposición de vivir en calma del recuerdo afrontando un futuro plagado de ausencias.

jueves, 11 de diciembre de 2008

EL GATO DE INGRID




Como todas las tardes, a eso de las cinco y media, Ingrid aparcó su coche en el borde de la carretera y se dispuso a dar de comer a sus gatos. Hoy traía croquetitas de atún. Había encontrado un sitio estupendo para dejárselas. Detrás de un murito de piedra, protegidos del sol por dos frondosas palmeras y un pino canario, colocaba los platitos con mimo, como venía haciendo desde hacía unos meses. Hubiera sido un sitio ideal, perfecto, si no fuese porque, al otro lado de la calle, vivía un hombre sumamente desagradable. No le gustaban los gatos y a Ingrid no le hubiera extrañado que un día aparecieran envenados. Ya había intentado deshacerse de ellos con distintas artimañas, quitándoles la comida que ella les dejaba o echándole tierra encima para que no se la pudieran comer.

- ¡Lo que quiere es que se me mueran de hambre!- había exclamado indignada, después de aquel penoso incidente.

- ¿Porqué no te los llevas a casa?-, le había sugerido su amiga Jutta, cuando le contó lo que había hecho ese malvado, pero Ingrid sabía que ellos preferían quedarse donde estaban. De todas formas, no quería volver a pasar lo de Débora. No lo había superado todavía.

- ¡Pobre Débora! No fue culpa suya-. La recordaba con cariño a pesar de todo. Sabía que había tenido una infancia traumática, de las que nunca se superan. Nunca había visto una gata como ella. Era tan bonita que parecía de anuncio, con ese pelo gris aterciopelado y aquellos ojos misteriosamente azules. Sin embargo, cuando la adoptó, le había destrozado la casa. ¡Qué pena de sofás! No le había quedado más remedio que renunciar a ella y, con todo el dolor de su corazón, había decidido dársela a una buena familia que la quiso con locura. Pero, la gata no había tardado en desaparecer para siempre, y desde aquel triste día, aprendida la lección, Ingrid cuidaba de sus gatos en la calle.

La mujer salió de su destartalado Volvo y abrió el maletero. El peso de sus setenta años había hecho mella en ella. Lo cargaba sobre los hombros, antes tan erguidos. En su rostro, desfigurado por las cicatrices del tiempo, se escondían unos ojos no menos azules que los de la desgraciada Débora. Su cabello, en otro tiempo de un espléndido color rubio ceniza, ahora era sólo gris. Ya no lo llevaba largo y suelto como cuando era joven y Martin se entretenía entrelazando sus dedos en él.

- A Martin tampoco le gustaban mis gatitos- recordó ella amargamente-. Pero Martin ya no le suponía ningún problema; hacía tanto tiempo que no formaba parte de su vida que le costaba recordar cómo era.

Cargada de bártulos, rodeó el viejo coche mientras los llamaba, uno a uno.

- ¡Fifí!… ¡Lulú!… ¡Simba!… ¡Bombón!…- Siguió hasta que los hubo nombrado a todos. Cada vez eran más, pero nunca se olvidaba de ninguno. Su cara se iluminaba a medida de que iban apareciendo. Estos pequeños momentos eran los que hacía que mereciera la pena vivir. Ingrid sonreía. Sabía que mucha gente se reía de sus gatitos a sus espaldas, pero no le importaba. Jutta era la única que la comprendía y que compartía su pasión. ¡Qué sabían los demás! Los gatos eran su auténtica familia. ¿Acaso no le habían dado más amor que sus propios hijos? Hacía días que no sabía nada de Alexander y de Armin. Los gatos jamás la abandonarían como habían hecho ellos.

Pero esta vez, duró poco la belleza que retornaba a su rostro cuando estaba con sus gatos. ¡Faltaba Pitufo!

- ¡Pitufo…Pitufo! ¡No te escondas! ¡Pitufo, no seas malo!… ¡Ven!… ¡Ven a comer, que ya es tarde!- lo llamó desconcertada. Le extrañaba que no estuviese con los demás. Siempre llegaba el primero. Lo buscó con la mirada, arriba y abajo, segura de que le había pasado algo.

Sin darse cuenta, mientras se preguntaba dónde podía estar, Ingrid apretaba los puños. Sus ojos, ahora minúsculos, parecían astillas de hielo. La casa de su enemigo se alzaba al otro lado de la calle, amenazante, y ella intuía que ese villano tenía algo que ver con la desaparición de Pitufo. Soltó la comida y se precipitó a la carretera rodeando el coche. Estaba fuera de sí.

- Tranquilízate, mujer, seguro que está bien-, se repetía una y otra vez, como un mantra, mientras apartaba las ramas de los arbustos que bordeaban la calle. Estaba muy nerviosa. Recordaba todas esas veces que creyó morir lentamente mientras esperaba a los niños, sentada detrás de la puerta, sin poder respirar, hasta que entraban en casa correteando y riendo. Sus hijos nunca supieron que la angustia interrumpía su vida cada vez que estaban lejos de ella. ¿De que había servido? Ahora le habían abandonado para siempre.

De pronto, a lo lejos, Ingrid vio un pequeño bulto sobre la carretera. Corrió hacia él, temiéndose lo peor.

-¡Pitufo! ¡No…, tú no, por favor!- Se arrodillo llorando ante el animalito que yacía, inerte, sobre el asfalto caliente. Estaba roto, parecía un muñeco de goma. Acunando el cuerpecito sin vida entre sus viejas manos, Ingrid no tardó en darse cuenta de que ya no podía hacer nada por él.

Lo apretó contra su pecho y levantando la cabeza hacia el cielo azul, aulló desconsolada.

-¡Tú no, Pitufo!... ¡Tú no!… - Pero las lágrimas que vertía sobre el gato al que se aferraba desesperadamente, no sirvieron para resucitarlo.

Al ponerse el sol, Ingrid se levantó. Abrió su chaquetón de color caqui, tan raído ya, y resguardó a Pitufo contra su pecho, como protegiéndole del frío que ya no sentiría más. Se arrastró lentamente hacia su coche desplomándose sobre el asiento del conductor, sin saber bien lo que hacía. Tenía la mirada perdida en ese horizonte que se había teñido de rojo.

–Es la sangre de Pitufo –se lamentó amargamente.

Mientras tanto, a lo lejos, un hombre paseaba un perro. Se detenía de vez en cuando, contemplando plácidamente la hermosa puesta de sol que le había regalado la madre naturaleza. Era el vecino de enfrente. Ingrid levantó la mirada y lo observó mientras se acercaba.

-¡Es él! –exclamó con estupor-. ¡Es el asesino de Pitufo! ¡Cómo se atreve!

Arrancó el coche. - A Martin tampoco le gustaban mis gatitos,- recordó ella amargamente, -y lo pagó caro-.

El viejo Volvo, con aspecto de tanque destartalado, se desplazó cuesta abajo, impulsado, no por esa cilindrada que alguna vez tuvo, sino por la fuerza del odio y de la gravedad. Ingrid sabía lo que tenía que hacer.

El hombre nunca entendió el odio que había en los ojos de Ingrid mientras abalanzaba su coche sobre él, llevándolos a los dos a la muerte.

martes, 9 de diciembre de 2008

martes, 2 de diciembre de 2008

FRONTERAS

Cada frontera, una cicatriz...
La Geografía dibuja en sus mapas extraños vericuetos que no existen en la realidad que pisamos.
Son las fronteras... Cicatrices de la Historia... Dibujos de colores que el ser humano ha ido diseñando con sangre de conquistas, invasiones, reconquistas y heridas de guerra.
Aparece como un absurdo desvío de conducta tribal que trasciende al individuo, a quen la sociedad le impone unas pautas de comportamiento que lo esclavizan y confinan en los límites excluyentes de su propia frontera personal.
¿Acaso el aparente privilegio de poseer una inteligencia superior, tan sólo sea una pandemia congénita que, encubierta de virtud suprema, nos ahoga en un proceso de autodestrucción colectiva por impedirnos transitar libremente a través de nuestros límites individuales?...