jueves, 11 de diciembre de 2008

EL GATO DE INGRID




Como todas las tardes, a eso de las cinco y media, Ingrid aparcó su coche en el borde de la carretera y se dispuso a dar de comer a sus gatos. Hoy traía croquetitas de atún. Había encontrado un sitio estupendo para dejárselas. Detrás de un murito de piedra, protegidos del sol por dos frondosas palmeras y un pino canario, colocaba los platitos con mimo, como venía haciendo desde hacía unos meses. Hubiera sido un sitio ideal, perfecto, si no fuese porque, al otro lado de la calle, vivía un hombre sumamente desagradable. No le gustaban los gatos y a Ingrid no le hubiera extrañado que un día aparecieran envenados. Ya había intentado deshacerse de ellos con distintas artimañas, quitándoles la comida que ella les dejaba o echándole tierra encima para que no se la pudieran comer.

- ¡Lo que quiere es que se me mueran de hambre!- había exclamado indignada, después de aquel penoso incidente.

- ¿Porqué no te los llevas a casa?-, le había sugerido su amiga Jutta, cuando le contó lo que había hecho ese malvado, pero Ingrid sabía que ellos preferían quedarse donde estaban. De todas formas, no quería volver a pasar lo de Débora. No lo había superado todavía.

- ¡Pobre Débora! No fue culpa suya-. La recordaba con cariño a pesar de todo. Sabía que había tenido una infancia traumática, de las que nunca se superan. Nunca había visto una gata como ella. Era tan bonita que parecía de anuncio, con ese pelo gris aterciopelado y aquellos ojos misteriosamente azules. Sin embargo, cuando la adoptó, le había destrozado la casa. ¡Qué pena de sofás! No le había quedado más remedio que renunciar a ella y, con todo el dolor de su corazón, había decidido dársela a una buena familia que la quiso con locura. Pero, la gata no había tardado en desaparecer para siempre, y desde aquel triste día, aprendida la lección, Ingrid cuidaba de sus gatos en la calle.

La mujer salió de su destartalado Volvo y abrió el maletero. El peso de sus setenta años había hecho mella en ella. Lo cargaba sobre los hombros, antes tan erguidos. En su rostro, desfigurado por las cicatrices del tiempo, se escondían unos ojos no menos azules que los de la desgraciada Débora. Su cabello, en otro tiempo de un espléndido color rubio ceniza, ahora era sólo gris. Ya no lo llevaba largo y suelto como cuando era joven y Martin se entretenía entrelazando sus dedos en él.

- A Martin tampoco le gustaban mis gatitos- recordó ella amargamente-. Pero Martin ya no le suponía ningún problema; hacía tanto tiempo que no formaba parte de su vida que le costaba recordar cómo era.

Cargada de bártulos, rodeó el viejo coche mientras los llamaba, uno a uno.

- ¡Fifí!… ¡Lulú!… ¡Simba!… ¡Bombón!…- Siguió hasta que los hubo nombrado a todos. Cada vez eran más, pero nunca se olvidaba de ninguno. Su cara se iluminaba a medida de que iban apareciendo. Estos pequeños momentos eran los que hacía que mereciera la pena vivir. Ingrid sonreía. Sabía que mucha gente se reía de sus gatitos a sus espaldas, pero no le importaba. Jutta era la única que la comprendía y que compartía su pasión. ¡Qué sabían los demás! Los gatos eran su auténtica familia. ¿Acaso no le habían dado más amor que sus propios hijos? Hacía días que no sabía nada de Alexander y de Armin. Los gatos jamás la abandonarían como habían hecho ellos.

Pero esta vez, duró poco la belleza que retornaba a su rostro cuando estaba con sus gatos. ¡Faltaba Pitufo!

- ¡Pitufo…Pitufo! ¡No te escondas! ¡Pitufo, no seas malo!… ¡Ven!… ¡Ven a comer, que ya es tarde!- lo llamó desconcertada. Le extrañaba que no estuviese con los demás. Siempre llegaba el primero. Lo buscó con la mirada, arriba y abajo, segura de que le había pasado algo.

Sin darse cuenta, mientras se preguntaba dónde podía estar, Ingrid apretaba los puños. Sus ojos, ahora minúsculos, parecían astillas de hielo. La casa de su enemigo se alzaba al otro lado de la calle, amenazante, y ella intuía que ese villano tenía algo que ver con la desaparición de Pitufo. Soltó la comida y se precipitó a la carretera rodeando el coche. Estaba fuera de sí.

- Tranquilízate, mujer, seguro que está bien-, se repetía una y otra vez, como un mantra, mientras apartaba las ramas de los arbustos que bordeaban la calle. Estaba muy nerviosa. Recordaba todas esas veces que creyó morir lentamente mientras esperaba a los niños, sentada detrás de la puerta, sin poder respirar, hasta que entraban en casa correteando y riendo. Sus hijos nunca supieron que la angustia interrumpía su vida cada vez que estaban lejos de ella. ¿De que había servido? Ahora le habían abandonado para siempre.

De pronto, a lo lejos, Ingrid vio un pequeño bulto sobre la carretera. Corrió hacia él, temiéndose lo peor.

-¡Pitufo! ¡No…, tú no, por favor!- Se arrodillo llorando ante el animalito que yacía, inerte, sobre el asfalto caliente. Estaba roto, parecía un muñeco de goma. Acunando el cuerpecito sin vida entre sus viejas manos, Ingrid no tardó en darse cuenta de que ya no podía hacer nada por él.

Lo apretó contra su pecho y levantando la cabeza hacia el cielo azul, aulló desconsolada.

-¡Tú no, Pitufo!... ¡Tú no!… - Pero las lágrimas que vertía sobre el gato al que se aferraba desesperadamente, no sirvieron para resucitarlo.

Al ponerse el sol, Ingrid se levantó. Abrió su chaquetón de color caqui, tan raído ya, y resguardó a Pitufo contra su pecho, como protegiéndole del frío que ya no sentiría más. Se arrastró lentamente hacia su coche desplomándose sobre el asiento del conductor, sin saber bien lo que hacía. Tenía la mirada perdida en ese horizonte que se había teñido de rojo.

–Es la sangre de Pitufo –se lamentó amargamente.

Mientras tanto, a lo lejos, un hombre paseaba un perro. Se detenía de vez en cuando, contemplando plácidamente la hermosa puesta de sol que le había regalado la madre naturaleza. Era el vecino de enfrente. Ingrid levantó la mirada y lo observó mientras se acercaba.

-¡Es él! –exclamó con estupor-. ¡Es el asesino de Pitufo! ¡Cómo se atreve!

Arrancó el coche. - A Martin tampoco le gustaban mis gatitos,- recordó ella amargamente, -y lo pagó caro-.

El viejo Volvo, con aspecto de tanque destartalado, se desplazó cuesta abajo, impulsado, no por esa cilindrada que alguna vez tuvo, sino por la fuerza del odio y de la gravedad. Ingrid sabía lo que tenía que hacer.

El hombre nunca entendió el odio que había en los ojos de Ingrid mientras abalanzaba su coche sobre él, llevándolos a los dos a la muerte.

3 comentarios:

bonzo dijo...

Sí, amigo Mario. Es un cuento terrible. Hasta podría no ser un cuento. Conozco a quien ama más a su perro que a la propia familia. Quizá el no merecer el amor del prójimo por no saber captarlo, la aferre a abrazar a sus animales como autodefensa afectiva sin saber que el runuruneo de los gatos es por la comida que les lleva y no por cariño. Bueno... tal vez también así sea con algunas personas. De cualquier modo, Mario, tu cuento deja el cuerpo rayado. Gracias una vez más por el recreo intenso que con tanta brillantez nos prodigas.

Roy dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Roy dijo...

Ingrid es todo un personaje.Sus carencias son nuestras carencias, y tiene esa ternura que produce la extravagancia cercana, la que nos queda a la derecha del corazón, porque todos somos Ingrid en algún sentido. Y todos hemos perdido a Pitufo. Las rarezas nos aproximan. Gracias por aproximarte.

Alicia aficiónate más al Blog, que Mario lo hace tanto y tan bien que escriba uno lo que escriba parece que él se lleva la autoría.