lunes, 12 de julio de 2010



Obama y Medvédev, sentados a una mesa para dos de un restaurante de comida rápida, le hincan el diente a una hamburguesa. Sobre la mesa, los pertinentes refrescos y condimentos, amén de un rollo de papel de cocina que ayudará a disimular cualquier churrete que amenace camisas de tal presidencial blancura.



A su lado, dos traductores prestan atención a la escena, con gestos y posturas semejantes a los alumnos de la Lección de Anatomía, de Rembrandt. Les rodea un público aparentemente ajeno a lo que sucede, no sabemos si clientes habituales, figurantes, agentes del servicio secreto o un poco de todo. "Qué bien, qué campechanos", fue mi primer pensamiento. Sin embargo, este no duró mucho ya que casi al instante noté un ligero desasosiego.



Me vinieron a la memoria recuerdos infantiles de la tensión informativa que creaban las cumbres entre Reagan y Gorbachov, en las que el solo hecho de comparecer juntos en una rueda de prensa, darse la mano o sonreír ante cualquier chascarrillo era interpretado por los analistas políticos como un síntoma de armonía y buenas relaciones.



Entonces, comparando estos recuerdos con la imagen actual, me he sentido, a mis 36 años, tremendamente viejo. Será porque me produce vértigo el cambio del mundo en 25 años sin suavizarlo con la graduación de los años. Será porque pienso que la foto actual, que sin duda no tendrá nada de improvisada, me parece de una banalización forzada. Será porque considero que las cosas importantes, además de serlo, tienen que parecerlo. Qué sé yo. Ya digo. Un completo cascarrabias.



Guillermo Padilla Alonso. El País

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