viernes, 11 de abril de 2008

Tía Lola

María Dolores Ferrer
[Jueves, 21 de febrero de 2008]

Eran siete las hermanas, amigas de sus hogares, de manos habilidosas, de familias numerosas y de suspiros de hijos fallecidos.
Siempre fieles a sus maridos, las hermanas Ferrer eran apreciadas en su pueblo natal de San Bartolomé.
Sus oscuras vestimentas, esos lutos prolongados, los cabellos teñidos por el paso del tiempo y sus rostros de cuerpos erguidos, reflejaban decisión y entereza, dejándose entrever en ellos un atisbo lastimero.
Eran sus casas de varias puertas, de patios soleados y lluviosos, de cocinas ahumadas y de pucheros hirviendo. Eran sus casas los animales y también las eras, de donde brotaba la simiente, alimento de todo el año.
En sus encuentros familiares entremezclaban las bromas, repertorios memorísticos y canciones melódicas rítmicamente acompasadas.
Con mantillas y velos negros camino de la iglesia, sosteniendo entre sus manos misal y rosario, reclinábanse ante el altar, suplicando con dolor de contrición las culpas de sus pecados.
Sus sobrinas siempre las recordamos. Cada una de ellas, como estrellas del cielo, alumbraba con luz propia. Pero la benjamina, la tía Lola, tenía para mí un brillo especial, por su sensibilidad, firmeza de ideas y gusto artístico.
Era el corazón de su hogar, al tiempo que gestionaba el trabajo de la Centralita de teléfono. A veces simultaneaba el hecho de amamantar a su hijo, sosteniendo el auricular y manipulando las clavijas y manivela para establecer las comunicaciones oportunas.
Ella era movimiento y a la vez prisionera de su trabajo, siempre enviando recados, dejando avisos, esperando llamadas.
Su agenda no le permitía entrar en tertulias vanas, ni salidas ociosas. La mejor distracción, cuando se lo podía permitir, era los juegos de cartas, para la canasta tenía una febril pasión.
Su mirada reflejaba nitidez y sinceridad en sus palabras, transmitiendo confianza.
Era de vestimenta sencilla y en su boca sólo relucía una suave sonrisa, quizás por no poder dar respuesta a todas sus inquietudes.
La casa era como un apéndice de la iglesia, donde los cantos de misa se preparaban alrededor del piano, los manteles y roquetes inmaculados esperaban la ceremonia, y en las vísperas solemnes los candelabros de bronce lucían su brillo natural.
Su arte escénico le llevó a fomentar la afición al teatro, donde las obras de autores como Miguel Mihura o Alejandro Casona las dirigía escrupulosamente, imprimiéndole a los diálogos su sentido y vehemencia, y elegancia a sus movimientos.
También fueron muy aplaudidos los coros de jóvenes, de canciones populares o de alegres fragmentos de zarzuelas.
Un rincón de su casa era el sobrado, auténtico mirador, cuya ventana te acercaba a la plaza en días festivos.
¡Tia Lola, prepáranos una poesía!, le decíamos la víspera de algún día señalado. Presto, preparaba el tema, y con gran ingenio hilvanaba unas cuartetas, dejándonos a todos sobradamente complacidos.
Su labor fue reconocida, y en la calle DOLORES FERRER su nombre permanece enmarcado en una placa.

http://www.diariodelanzarote.com/opinion/2008/02/21022008-maria_dolores_ferrer.htm

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